Las casas de esta invasión están bajo permanente amenaza de ser derribadas por estar ubicadas ilegalmente en terrenos del Estado y por chocar con los planes para varios proyectos urbanísticos. Cuando llegan las máquinas deben ir acompañadas de escuadrones antimotines.
A las afueras de la capital española hay un tugurio del primer mundo en el que la droga y la pobreza conviven con personas de diversos credos y nacionalidades a quienes unió la miseria.
En el barrio Valdemingómez, en el suroriente de Madrid, hay una parroquia en medio del infierno. Está cercada por decenas de almas en pena en cuyos ojos desentendidos se dibuja la clemencia. De las cuatro paredes blancas de la iglesia ya no se acuerda ni siquiera el español que prestó su nombre para bautizarla: Santo Domingo de la Calzada, paradójicamente, el patrono de los ingenieros de obras públicas.
Billy Rodríguez gira el cerrojo de su parroquia con dificultad. A un lado de la verja, un joven vestido de jeans y camisa dormita en un colchón sucio, sin que el hedor a orines y heces le quite el sueño.
El cura lo ignora, mira hacia abajo y con el pie despeja la entrada de la iglesia las decenas de jeringuillas abandonadas por los drogadictos que día y noche se pinchan en ese lugar. «Esto es la miseria miserable», dice en voz baja.
En los últimos años, Rodríguez, que hoy tiene 65, ha sido uno de los que se han atrevido a vivir cerca de la tragedia de la Cañada Real Galiana, que atraviesa con sus 16 kilómetros cinco municipios y que hace décadas era utilizada para el paso de ganado.
Desde hace poco más de un lustro, esta zona -a las afueras de la capital española– es conocida como el ‘supermercado europeo de la droga’, el mayor asentamiento ilegal de Europa o, para hacerlo más cercano, un ‘cartucho’ del primer mundo.
Ángel Catilblanque, un líder social que recoge jeringuillas para entregarlas a la Consejería de Sanidad de Madrid en son de protesta, lo resume: «Nadie quiere ver que esto suceda acá, todos se tapan los ojos. Nos preguntamos: ¿La Cañada es Europa?».
Se consigue de todo
Al lado de la parroquia hay pequeñas carpas, hechas de palo y tela, donde se pueden ver las 24 horas del día a jóvenes y ancianos pinchándose ante las miradas de siempre. En las noches, por las vías sin pavimentar, se prenden antorchas afuera de los portones como señal de que allí se vende droga. Se consigue lo que se pida: de hachís y coca hasta heroína.
Como pudo constatar EL TIEMPO, se pueden ver a toda hora carros parqueados por las maltrechas calles en donde consumen desde estudiantes hasta ejecutivos en carros lujosos. Poco a poco se van quedando. Se calcula que hay 400 drogadictos que viven sin techo ni ninguna protección oficial, esclavos de los estupefacientes. Paco Pascual, otro voluntario, dice que las escenas son dantescas.
La cifra se disparó a partir del 2007, cuando en Madrid hubo un desalojo masivo de un sector llamado ‘Las Barranquillas’, invadido por narcos que menudeaban. Todos ellos se trasladaron a esta zona y, según la Policía, con ellos, la distribución.
Alrededor de este infierno, donde se calcula que viven unas 40.000 personas, hay otros submundos.
Hay cientos de niños, la mayoría desescolarizados. Algunos, incluso, colaboran con las mafias para avisar cuando viene la Policía. También hay familias de rumanos, gitanos, marroquíes y españoles que conviven entre la inseguridad y la droga.
Dentro de este coctel aparecen usualmente los evangélicos que reparten bocadillos (emparedados) en las calles. En otro frente, los marroquíes asisten a una mezquita improvisada y utilizan una fábrica abandonada de muebles para enseñar a los niños el Corán y el árabe.
Los pocos católicos tienen a Billy por lo menos tres veces a la semana (no vive en el lugar porque es imposible). […] [www.eltiempo.com/mundo/europa/en-las-entranas-del-cartucho-madrileno_7295249-1]